A veces, no sé ni qué
pensar. Durante estos días ha habido problemas en diferentes colegios.
Peleas entre jóvenes y más grave, entre niñas y en muchos casos, por problemas
sencillos, simples, solucionables. Estudiantes con armas en sus mochilas.
En estos días, tuve charla con
un padre de familia quien me dijo que quería a su hija, pero que ella, a su
edad, debía hacer lo que él le indicaba. Que soñaba que su hija trabajara y no
que pensara en viajar al exterior.
Dos niñas de 13 años cada una,
huyeron de su hogar porque una de las madres había amenazado con pegarle a una
de ellas, si llegaba tarde a casa.
Por miedo, se fueron. Un amigo
me llamó a pedirme que colaborara en este caso. Fuimos a casa de una de las
familias, hablé con la madre y me dijo que nada había pasado. Que se le hacía
extraño que su hija hubiera huido de la casa. No se explicaba. Le pregunté que
si ella abrazaba a su hija, me dijo que no. Que casi nunca lo hacía. Que si le
daba mucho afecto y me dijo que muy poco. Que le era muy difícil. Allí estaba
la abuela de la niña y le pregunté que si ella la había abrazado alguna vez. La
señora empezó a llorar y me dijo que su madre nunca le había dado un abrazo.
Ahí, comprendí muchas cosas.
Le dije que, por favor, no
castigara a su hija. La íbamos a encontrar, pero que el compromiso debería ser
de abrazos y mucho afecto. Que mirara por el panorámico y no por el retrovisor.
Me dijo que quería internar a su hija y le pedí que no hiciera eso, porque era
peor. Que como era hija única, debería tenerla cerca, hablar con ella,
sentirla.
Luego, hablé con la Policía de
infancia y adolescencia, quienes estuvieron dispuestos a colaborar. Periodistas
amigos, también se dispusieron a informar. Decidí acompañar a mi amigo,
porque me pidió que fuésemos a buscarlas. Con base en algunos datos,
localizamos lugares en los cuales podrían estar.
Al finalizar la tarde,
logramos ubicarlas. La lluvia no impidió que las siguiéramos por el barrio al
cual llegamos, incluyendo una patrulla de la policía de infancia y
adolescencia.
Cuando nos acercamos, una de
ellas empezó a llorar intensamente. “No quiero ir a mi casa”, “no quiero que mi
mamá me vuelva a pegar”. Yo la abracé y me comprometí con ella.
Nada le iba a pasar.
Como a las nueve de la noche,
nos reunimos con las dos familias. Conversamos. Les hablé acerca del afecto.
Que esa palabra debía convertirse en realidad. Que entre padres e hijos, el
afecto era muy importante.
Cada madre le habló a su hija.
Cada hija respondió. Hubo lágrimas y abrazos. Hubo perdón y se mostró el amor
entre ellas.
Regresé a casa, convencido de
que había hecho algo por dos familias.
Seguiré insistiendo en los
abrazos, caricias y afecto entre padres e hijos.
Mientras haya mucho afecto,
habrá una relación más cercana, más diálogo y más alegría entre padres e hijos.
Manuel Gómez S
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